Miseria y hambre

Cuando el fantasma de la guerra apenas se disipaba del horizonte cordobés, el hambre dibujaba un escenario aún más dramático en unas poblaciones ya de por sí muy castigadas por los estragos de la contienda. Las imágenes de personas famélicas y colas del Auxilio Social se hicieron habituales en un país donde surgían las cartillas de racionamiento y el estraperlo de los que no tuvieron escrúpulos en una situación de miseria casi generalizada.

MISERIA Y HAMBRE

VIVIR DESPUÉS DE UNA GUERRA

Los años posteriores a la Guerra Civil fueron especialmente duros para la población, afectando sobre todo a las clases populares que sufrirían de forma más directa los efectos de la contienda.  A las ya de por sí dramáticas condiciones de vida a las que, desde el punto de vista social y político, debió enfrentarse gran parte de la población española, se añadieron las de carácter económico en un país autárquico donde la picaresca, el estraperlo o el racionamiento, fueron consecuencias lógicas del hambre y la miseria que se vivirían durante varios años.

El grueso de la población habría de pasar por numerosas estrecheces y dificultades que se traduciría en un deficiente nivel alimentario de las clases populares, tanto en cantidad como en calidad, lo que provocaría innumerables enfermedades ante las bajas defensas del organismo. Productos como la carne se consumirían tan sólo en días muy especiales o en caso de enfermedad y para la adquisición de los productos más básicos sería necesario aguardar grandes colas portando las correspondientes cartillas de racionamiento.

La guerra perturbó la producción del sector primario, al quedar la mayor parte de los campos sin cultivar, el mercado y la economía. La disminución de los productos agrícolas fue alarmante, el país quedó completamente arruinado y el hambre no tardó en aparecer. El inicio de la segunda guerra mundial unido al boicot económico que desencadenó la instauración del nuevo régimen político, impidió el apoyo externo. Ante unas fronteras cerradas se desarrollaría un sistema económico autárquico donde la insuficiencia productiva llevaría a que el Gobierno controlase las existencias mediante la cartilla de racionamiento. Ante esta situación era de esperar que surgiera el estraperlo.

La etapa de postguerra fue tan cruel y despiadada como los años del conflicto armado. Un periodo de hambre para la población, pero de sustanciosos negocios para quienes aprovecharon la caótica situación (disminución de la producción agrícola, carencia y escasez de productos básicos de primera necesidad, estabilidad de los precios con una tendencia al alza, racionamientos, etc.) para acumular pingües fortunas a base de la venta ilegal de productos, principalmente azúcar, arroz, harina y aceite. Muy pronto se desarrolló a nivel nacional un poderoso mercado negro contra el cual el Estado pudo hacer más bien poca cosa. A pesar de que se adoptaron medidas para luchar contra el estraperlo, lo cierto es que en la mayoría de las ocasiones resultaron ineficaces. El objetivo del racionamiento, que se justificaba para asegurar que la población tuviera los productos más básicos, no se consiguió plenamente y la especulación y el fraude ante la escasez fue una realidad. El sistema centralizado de control que ofrecía el Estado no era suficiente ante la escasez de alimentos y como consecuencia inevitable se acudía al mercado negro.

Esta situación empeoraría aún más las condiciones de vida de la clase trabajadora. Los productos de primera necesidad alcanzaron precios elevadísimos como las 20 pesetas de la harina en salvado, las 14 del maíz o las 23 pesetas a las que se llegó a vender el libro de aceite. El precio acabaría marcándolo el binomio de escasez-demanda, y es que, ante el hambre, el pueblo compraba a cualquier precio.

Por su parte, la guerra dio a muchos agricultores una oportunidad para mejorar la situación lamentable en la que se encontraban. Muy pronto conseguirían una posición de mayor solvencia tal y como se reflejaba incluso en las letras mordaces de canciones de la época. La situación económica les benefició enormemente al permitirles la venta de sus productos a precios mucho más elevados que en épocas anteriores. De forma inmediata obtuvieron una elevada rentabilidad y su nivel de vida subió notablemente.

En las zonas de economía agraria y a pesar de los incipientes brotes de industrialización que se dieron en algunos casos, la sotana, la vara de mando y el tricornio eran los poderes que influían decisivamente en la vida cotidiana. “En mi pueblo mandan tres: el alcalde, el cura y el comandante de puesto” era un dicho popular que bien podría aplicarse a la mayoría de las poblaciones del sur de Córdoba. En ellas, su economía durante estos años, excesivamente ligada al campo, fue pobre e insegura, con una total dependencia climática y unos índices de mecanización sin apenas relevancia.

 

El Auxilio Social

La situación de miseria que generó el conflicto bélico hizo que ya en fecha temprana (octubre de 1936) naciese de la mano de Mercedes Sanz-Bachiller —viuda del político Onésimo Redondo— fundase en Valladolid una organización para atender sin discriminación ideológica alguna a los desamparados de la ciudad, acuciada ahora por las dramáticas consecuencias de la guerra. Surgía así el denominado entonces «Auxilio de Invierno» y a pesar de sus escasos recursos iniciales, su labor se iría extendiendo progresivamente a otras ciudades de la zona sublevada. Surgió como un organismo de asistencia pública que también funcionaría —tras la unificación de 1937— como medio bélico y de propaganda de las FET y de las JONS.

Tras el Decreto de Unificación de abril de 1937 el renombrado «Auxilio Social» pasó a quedar englobado dentro de la Sección Femenina de la Falange.

El primer comité director de la Institución estuvo formado por Mercedes Sanz Bachiller y Javier Martínez de Bedoya, como figuras principales, junto a Jesús Ercilla, Antonio Román, José Pardo, Manuel Martínez de Tena y Carmen de Icaza, pero ningún representante de la Iglesia católica. Esta situación puso en alerta a la jerarquía del clero que observaba con desconfianza el crecimiento de una institución benéfica laica que invadía lo que consideraba espacios de actuación propios. Con el tiempo sus presiones surtieron efecto y, finalmente, se constituyó un Consejo Superior de Beneficencia y Obras Sociales con la presencia obligada de dos obispos, Aun así, los conflictos entre Auxilio Social y la Iglesia siguieron produciéndose.

Los motivos de recelo estaban ampliamente justificados ya que una organización que apenas contó con recursos en sus inicios, crecería enormemente durante la contienda, de manera que en octubre de 1937 tenía 711 centros, un año después habían crecido hasta los 1.265 y en octubre de 1939 los establecimientos de auxilio social eran 2.487 repartidos por toda la geografía española.

El enorme desarrollo experimentado en apenas tres años le permitió contar incluso con su propio servicio de Propaganda, dirigida por la escritora Carmen de Icaza. De este modo, los fotógrafos y periodistas pudieron constatar la llegada de los camiones de Auxilio Social y hacer reportajes sobre los repartos de víveres y la atención que las mujeres falangistas deparaban a la infancia más desprotegida.

Magnificada o no, lo cierto es que la labor del Auxilio Social fue la única garante de supervivencia en una situación de escasez generalizada donde las estampas de enormes colas de personas desnutridas ante las cocinas de la Organización, eran vivas muestras de la miseria y el hambre que se vivió en aquellos duros años de posguerra.

Las colas del hambre

Imagen de la escasez de postguerra recogida por ABC

Baena

Cocina de Auxilio Social

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