La exaltación y el miedo

A medida que el transcurso de los acontecimientos hacía que las distintas localidades cordobesas se situasen en un bando u otro, la exaltación de los vencedores y el miedo generalizado de la población comenzaron a ser una constante. La presencia de fuerzas militares, las delaciones, los contraataques milicianos, el recuerdo de los días más trágicos… Todo ello generó una atmósfera irrespirable de verdadero terror.

LA EXALTACIÓN Y EL MIEDO

El drama de las dos españas

El transcurso de la guerra civil fue dejando un rastro de vencedores y vencidos a lo largo de toda la geografía peninsular. En los pueblos y ciudades donde triunfaba la sublevación se producía de inmediato un cambio en las autoridades civiles y los consistorios tomaban las primeras medidas encaminadas a la exaltación del bando que habría de resultar vencedor en la contienda. Restitución de la bandera bicolor, funerales por las víctimas del «terror rojo», desfiles militares, nueva rotulación del callejero, homenajes y reconocimientos a los mandos sublevados, etc. A esta exaltación pública habría que añadir los beneficios que comenzarían a otorgarse a los combatientes franquistas y a los civiles que hubieran hecho especiales sacrificios por la causa «nacional». De este modo, el 25 de agosto de 1939, apenas unos meses después de finalizar la guerra, un decreto les reservaba tanto a ellos como a sus familiares el ochenta por ciento de los puestos de la Administración. El nuevo Estado se aseguraba así la total adhesión del funcionariado, aunque esta medida facilitó la incorporación en muchos casos de personas con escaso nivel formativo, lo que se traduciría a la postre en altos niveles de incompetencia.

Otra estampa habitual de la más inmediata posguerra fue la exhumación y traslado de los «caídos por Dios y por la Patria». Las comitivas con féretros surgieron en toda la geografía peninsular, si bien la más llamativa sería la que se inició el 20 de noviembre de 1939 desde Alicante hasta el monasterio de El Escorial. Coincidiendo con el tercer aniversario de su ejecución, los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera recorrieron 500 kilómetros de distancia a hombros de falangistas de todas las provincias, que a su paso por los distintos pueblos y ciudades del recorrido eran saludados por salvas de artillería. Mientras esto sucedía, las campanas de toda España tocaban a difunto, a la par que los Ayuntamientos organizaban concentraciones públicas de sus vecinos y en las plazas y escuelas se gritaba: «José Antonio Primo de Rivera ¡Presente!».

Tanto este traslado como el de los generales Sanjurjo y Goded, y otros muchos de carácter local, sirvieron junto a los funerales multitudinarios que se oficiaron, para poner de manifiesto una vez más los horrores cometidos por el bando perdedor de la contienda y la necesidad de recordar tan solo a una parte de las víctimas. También en el sur de Córdoba se recalcaron estas consideraciones y fueron muchos los Ayuntamientos que así dejaron constancia en los bandos publicados al efecto.

Fuente Tójar

Monolito conservado en el Museo histórico

El miedo

Resulta incontestable que la violencia de la guerra no entiende de colores ni de bandos. La población sufrió de lleno las atrocidades de las primeras semanas revolucionarias y también después en las checas de la retaguardia republicana, auténticos organismos de terror popular. Por su parte, los fusilamientos indiscriminados ejercidos por las fuerzas sublevadas a medida que avanzaban en la ocupación de pueblos y ciudades, se verían completados después con la represión que la maquinaria judicial y militar franquista ejerció contra sus adversarios a través de la Causa General.

En definitiva, el contexto de extrema violencia que generó en ambos bandos el fracaso del golpe y el inicio de un conflicto de duración incierta, desembocó en una nueva realidad de persecución política y social donde el terror serviría para neutralizar a gran parte de la población cuando no para eliminar directamente a todos los individuos que pudieran realizar una oposición al nuevo Estado.

El final de la contienda no supondría, en absoluto, el cese de hostilidades por ambos bandos. En el sur de Córdoba, las Sierras Subbéticas y amplias zonas de la Campiña vivieron una particular zozobra con la acción de los maquis. Mientras tanto, una parte de la sociedad civil se implicaba también en la violencia a través de diversas prácticas como la denuncia y la emisión de denuncias o garantías en la posguerra. El terror y la incertidumbre sobre lo que pudiera suceder fueron cruciales para que el miedo se mantuviese en la sociedad a pesar del transcurso de los años. Tanto en un bando como en otro, la psicosis acompañó durante el resto de sus vidas a gran parte de los supervivientes de aquella trágica guerra.

 

Locutor

Fernando Fernández de Córdoba

LAS CUESTACIONES

Recursos para financiar una guerra

Todo conflicto bélico requiere movilizar grandes recursos económicos para financiarse. En la Guerra Civil española ambos bandos acudieron a canales internos –impuestos y anticipos de sus respectivos bancos emisores– y externos –negociación de créditos y venta de activos (oro y divisas)– con resultados muy dispares en cada caso. Las diferencias venían otorgadas en base a la proporción con la que cada uno de ellos utilizó dichas fuentes. De este modo, mientras en el bando republicano la financiación se llevaba a cabo fundamentalmente con los recursos del Banco de España, los sublevados, al carecer en un primer momento del Tesoro Nacional, se vieron en la necesidad de reorganizar sus ingresos para reforzar las partidas dirigidas a sostener el esfuerzo bélico. Como las levas sobre el capital, las incautaciones y requisas efectuadas inicialmente fueron insuficientes, la Hacienda franquista recurrió a numerosas exacciones para allegar recursos, implicando de esa manera a toda la población. Además de poner en marcha instrumentos de política económica coyuntural, aplicó recargos en la tributación indirecta, reformó impuestos como los del azúcar, achicoria y transportes, y estableció cinco figuras fiscales excepcionales: la detracción de haberes de los funcionarios públicos, el Auxilio de Invierno, el Plato Único, el Subsidio del combatiente y el impuesto de beneficios extraordinarios. Finalmente, abrió numerosas suscripciones patrióticas con las que allegaron unos recursos que nunca pudo igualar el bando republicano a pesar de que también desarrollaron, si bien en menor medida, este tipo de cuestaciones de guerra.

La Suscripción Nacional

La campaña recaudatoria cuyo nombre completo fue Suscripción Nacional del Tesoro Público, fue iniciada por el bando sublevado durante la Guerra civil con el objeto de instar a la población de la zona bajo su control, a entregar bienes para financiar el esfuerzo bélico.

Se inició con la Orden de 19 de agosto de 1936 emitida por la Junta de Defensa Nacional. Objetos preciosos, divisas, valores extranjeros y oro fueron entregados en las sucursales del Banco de España que, a su vez, los enviarían a la sede de Burgos​ donde se hacía una contabilización general y, en el caso de los metales preciosos, se fundían en lingotes.

En cada provincia de la zona sublevada se creó una Junta Provincial del Tesoro Público, integrada en su mayoría por militares. Las contribuciones fueron cuantiosas, no sólo gracias a la labor propagandística que las precedía, sino también a las presiones que en mayor o menor medida recibía la población: el hecho de no aportar nada era sinónimo de mal patriota.

La Suscripción Nacional finalizó por Decreto de 31 de diciembre de 1941 mediante liquidación por parte de una Junta que no sería disuelta hasta 1959.

Para el historiador Ángel Viñas, fue una campaña importante de financiación para el naciente Estado franquista, que pudo conseguir un total de 410 millones de pesetas, lo que equivaldría a un 11% de todos los ingresos del Tesoro del bando sublevado.

Aguilar de la Frontera

Recibo contribución Auxilio de Poblaciones Liberadas

Otras suscripciones patrióticas

A lo largo del conflicto bélico se llevaron a cabo un buen número de suscripciones con los más diferentes fines: la del Monumento a Calvo Sotelo, la Liberación de Málaga, Ayuda a las poblaciones liberadas, Camas para el Hospital Militar, Día Sin Postre, etc.

Una de las más conocidas fue la del Día del plato único, creada en octubre de 1936, con el objeto de que, tal y como difundía la propaganda, en un estado «moderno y católico» no quedase «ningún ciudadano suyo sin alimento diario y recoja en su seno a los huérfanos para hacer de ellos hombres amantes de Dios y de su patria». La recaudación, que se haría los días 1 y 15 de cada mes, tenía dos vías principales: los cabezas de familia y los hosteleros que debían ceder al menos el 25% de sus ingresos por hospedajes y comidas.

El verdadero deseo de contribuir; las multas que, en ocasiones, se imponían por no hacerlo, o el simple miedo a parecer desafecto ante las autoridades franquistas, fueron factores decisivos a la hora de conseguir unos recursos económicos mucho más efectivos que los allegados por el bando republicano.

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